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LAS INVASIONES BÁRBARAS

LAS INVASIONES BÁRBARAS Tuve la ocasión de verla en v.o.s. en el festival Cineuropa de Santiago de Compostela. Recomendable desde todos los puntos de vista.

Juan Zapater en Golem.es la describe del siguiente modo:

No es cuestión de dilucidar si los bárbaros y sus escaramuzas provocaron el declive del imperio romano o si fue precisamente la decadencia de Roma la que permitió y alimentó la victoria de las hordas bárbaras. En el caso de Denys Arcand la duda no existe, porque es evidente que LAS INVASIONES BÁRBARAS (2003) se ha hecho posible gracias a EL DECLIVE DEL IMPERIO AMERICANO (1986). De hecho, es consecuencia de él, de él emana y con él conforma un díptico articulado por un salto temporal de 17 años. Para quienes vieron y recuerdan el filme de 1986, enfrentarse con los mismos actores y los mismos personajes ofrece el atractivo del reencuentro, el regusto de la nostalgia, el escozor de la melancolía y el placer de asistir a un texto fílmico adulto, sugerente y cínicamente emotivo. Para quienes no saben de EL DECLIVE DEL IMPERIO AMERICANO, LAS INVASIONES BÁRBARAS no sólo no carecerán de sentido sino que incluso es probable que les fomente la curiosidad por recuperar las raíces de Louise, Dominique, Pierre, Claude,... un heterodoxo grupo de amigos que se reencuentran ante la grave enfermedad que muerde a Rémy, sin duda el más locuaz, el más iconoclasta, el más vital de todo ese grupo de supervivientes del naufragio de la contracultura.

Denys Arcand, cuyo bagaje cinematográfico, aunque escaso en títulos, incluye desde el documental al thriller, se sirvió en EL DECLIVE DEL IMPERIO AMERICANO del ensayo para, como explícitamente sugiere su título, analizar los rasgos de una sociedad anclada en el consumismo, el poder y el dinero. Su diagnóstico era feroz: un fatal desenlace, el final de un sueño, la agonía de un estado fracasado en todos sus frentes menos en uno: el dólar.

Narrativamente Arcand se servía de una serie de personajes para poner en la boca de cada uno de ellos un discurso en el que las llamas de la juventud habían dejado paso a las brasas de una madurez pertrechada en la sociedad del bienestar pero profundamente insatisfecha en lo íntimo y personal. En aquel retrato generacional Arcand enfrentaba el desmoronamiento de las ideologías con el amanecer del pensamiento débil, el desengaño de una juventud que se iba con la frágil tabla de salvación del sexo, el exceso y el conocimiento.

Cuando Arcand construyó su libelo del imperio americano la informática era ocupación de ingenieros y artistas, la URSS era la URSS, todavía un muro circundaba Berlín, el concepto de la globalización estaba sin popularizar y ni en las peores pesadillas alguien podía soñar con que un grupo de iluminados harían desaparecer en medio de sangre y fuego las Torres Gemelas. Así que en LAS INVASIONES BÁRBARAS, más o menos explícitamente, Arcand levanta testimonio de todo esto como si al evocarlo nos subrayase los cambios del mundo. Esto es lo que ha ocurrido en este tiempo parece decir, pero eso no es lo que realmente les importa a sus protagonistas responde el propio texto fílmico desde los pliegues -y son muchos- de un entramado narrativo que cambia rabia por impotencia.

Los sucesos emblematizan el tiempo histórico pero no enseñan las claves de la Historia, esa hay que arrancarla a una realidad más confusa cuanto más informada. Así que esas “invasiones bárbaras” a las que alude el título apenas se insinúan en un relato que aunque no renuncia a realizar la autopsia al hoy y al ahora, deja la sociología para el juego retórico y se centra en los individuos a los que en esta cita se concita. Porque de eso se trata, de concitar, de atraer a unas personas contra sí mismas, eso es lo que se hace en LAS INVASIONES BÁRBARAS. Allí, en un hospital donde el estruendo de un reencuentro, padres e hijos, amigos y amigas, amantes y ex-cónyuges, disuelve el rumor de fondo de una sociedad no ya en declive sino con los principios de la putrefacción en marcha, Arcand esboza una ceremonia triste.

Pero esa tristeza no arranca de la enfermedad terminal que carcome a Rémy sino del cáncer social que canibaliza su marco de referencia. Si hemos de mirar con sosiego lo que LAS INVASIONES BÁRBARAS propone, habrá que distanciarse. Alejarse para no sentirse zaherido por la debacle no del imperio sino de quienes soñaron con hacerlo más habitable, más justo, más solidario, más humano. A Arcand no le tiembla el pulso a la hora de mostrar el efecto de LAS INVASIONES BÁRBARAS en ese grupo de “senadores” cultos, razonablemente prósperos y quejosos de la decadencia de su sociedad rica. En su caso, la tribu bárbara que más les ha atacado es la edad, el envejecimiento, el agotamiento y la desilusión. El grupo de amigos que compartía confabulaciones de salón y coherencia personal en EL DECLIVE ahora se encuentra desparramado, desorientado, individualizado.

Todo empieza con la llamada de Louise, ex-esposa de Rémy, al hijo de ambos, Sébastien. El mensaje es claro, el viejo patriarca agoniza y él, el hijo pródigo, el que avergüenza a su padre porque se ha convertido en un hábil especulador financiero, un capitalista, el fracaso de un socialista de “buena vida”, vuelve a casa porque... su madre le necesita. Arcand fortifica en apenas 90 minutos más material candente que la mitad del cine de Hollywood en una década. Sin aparentarlo y sin abrumar, la película ofrece densidad, palpa honduras que molestan y siembra todo el filme con gestos, guiños, actitudes y respuestas que cuando menos provocan controversia, perturban porque rozan, acongojan porque arrancan la piel y, para más inri no propician agarradera alguna. Estas invasiones bárbaras arrasan no los fundamentos del imperio sino las esperanzas de quienes confiaban en mejorar las reglas, en cambiar el juego.

No en vano la etapa final de Rémy cubierta, en lo personal, con dignidad, emotividad y hasta alegría la salva el dinero con el que su hijo compra todo lo comprable: es decir casi todo. Ese dinero, el dólar, que Rémy repudia como símbolo de lo que no desea, se transforma en el verdadero motor que endulza su viaje postrero. Con dinero Sébastien mueve personas, consigue alivio al dolor de su padre, corrompe a funcionarios para obtener ventajas y recupera algo de sí mismo. Pero Arcand, un peso pesado por la fuerza de su pegada, por la enjundia de su pensamiento, no reduce todo a eso, al contrario. Da respiro a sus personajes, a los que sin duda quiere -de otro modo difícilmente los hubiera vuelto a llamar- y esboza un vibrante tutti final en el que cada uno encuentra espacio para su propia reconciliación. Incluso en esa hilera de jeringuillas preparadas para conceder el gran descanso, Arcand alimenta la esperanza. La esperanza de practicar la coherencia personal, la piedad, el afecto y la tolerancia en un tiempo de derrumbe, en un tiempo de cultura bárbara, de cultura cruel si es que cruel y cultura pueden pueden converger juntas en viaje alguno.

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